miércoles, 1 de febrero de 2012
Sin cesar
Ayer comenzaron a caer los primeros copos de nieve sobre Milán. Me desperté por la mañana y llegaron antes los rumores de polvillo blanco vía Facebook que con el simple hecho de mirar por la ventana. Algo que no me perdono que así fuera, no quiero perder la vieja costumbre de saltar de la cama y alzar las persianas, abrir de par en par las ventanas, y ser yo mi propia fuente. Pero desde que estoy aquí, el frío ha modificado ciertos hábitos por comodidad, y rara vez la ventana está abierta si yo sigo en la habitación. Pero las afirmaciones de varios amigos eran ciertas, unos débiles copos apenas visibles caían sin que produjeran mucho revuelo en las calles. Los coches circulaban sin el sube y baja del limpiaparabrisas, los peatones mantenían el paraguas en sus fundas y a mi café seguía sin darle tiempo a enfriarse en la taza. No sé, la verdad, cómo fue. No sé cómo de repente mis botas tenían que luchar para no resbalar, y cómo mi bufanda iba empapándose cada vez más hasta notar que estaba empapada. Cómo, si no veía nada... Mis párpados debían mantenerse entreabiertos por protección de mis pasos, pero también entrecerrados por protección de mis ojos. Con 0 grados en la calle, la gente viene y va sin cruzar palabra, sin detenerse hasta llegar al lugar de destino y sin levantar apenas la cabeza. No me dio tiempo a descubrir más que el agua que mojaba mi cara y ensuciaba mis botas al mezclarse con la suciedad de la acera. En cambio, cuando desperté esta mañana... Disfrutaba del café, mirando embobada a través de la ventana esa alfombra blanca que cubría y cubre todavía ahora las calles. Y jamás había visto blanco más brillante.
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