La mejor de todas las sensaciones, la vuelta a mi niñez, en la que patinar sobre hielo se convertía en la celebración de cumpleaños y significaba horas de diversión con mis compis de clase. Trasladarme a esa etapa, cerrar los ojos y sentirme en mi cuerpo de trece años, recordarlo todo como lo recordaba en mi memoria.
domingo, 20 de noviembre de 2011
Patinando entre recuerdos
Sentir cómo tus pies se deslizan por el hielo, sin levantarse para dar pasos. Sentir que tu cuerpo depende del deslizar de tus pies... Sentir el frío que desprende la pista, el calor de los niños que juegan al pilla-pilla y se cruzan en tu recorrido, dando círculos en la misma dirección. Acompañando mi cuerpo al movimiento de mis patines, suaves líneas quedaban grabadas sobre el hielo, y me resultaba inevitable echar la vista atrás para observarlas, poniendo a prueba mi equilibrio. Pensé que no recordaría esa práctica tan dependiente de la concentración, pero no hizo falta más que dos vueltas y un par de tambaleos para gozar de la sensación de disfrute del patinaje. Sentí cómo aumenta la velocidad, reduciendo las posibilidades de frenar a tiempo para esquivar al resto de los que patinan a mi alrededor. Experimentar la sensación de miedo por caer a la dura pista para después perderla, cuando coges confianza tanto en ti mismo como en los pies que te conducen, hizo que la acción callara a la razón y mis pies decidieran por voluntad propia girar, frenar, levantarse, saltar, jugar... Cuatro aventureras más fueron las culpables de que se mantuviera divertida la tarde, y el juego de 'tú la llevas' nos brindaba momentos de risa incontrolable que hacían zozobrar nuestros tobillos. Cuando pierdes ese miedo, cuando más confiado te sientes, es cuando nos lanzamos a hacer cosas que, si lo pensáramos dos veces, podrían quedar en mero pensamiento. Emprendidos a ello, cometemos esos errores que tan gratificantes acaban resultando. Esos errores son los que nos proporcionan momentos de felicidad, concentrados en carcajadas y voces alegres que comentan la jugada, o la caída... Risas que debilitaron mis brazos en cada intento de reincorporarme, y que hacían flaquear mis piernas que comenzaban a empaparse por el contacto con el bloque de hielo. Pero el momento fue tan feliz, que bien cambiaba vueltas y vueltas alrededor de un círculo imaginario por esos choques fortuitos, por esquivar sin éxito a niños y no tan niños, por escapar de las manos que buscan pasar el relevo jugando a 'pillar'. También me embaucaban los suaves giros de las niñas que practicaban en el centro de la pista un elegante patinaje, un baile al son de la música que sonaba en aquella pequeña carpa. Ellas, aisladas de cuantos girábamos entorno a sus movimientos, observadas por cientos de miradas de ilusión, de expectación. Un espectáculo ajeno a ellas, en el que los demás tratábamos de mantener ambos pies en el suelo mientras nos deleitaban las pequeñas artistas que apenas superarían los once años.
viernes, 18 de noviembre de 2011
Prematuro diciembre
'Ya ves, un año más, qué tontería es esa de que "se notan los años"...'
Pero soy muy cabezona, y la idea de que el tiempo pasa vertiginosamente no es fácil de aparcar. Recuerdo los veintiún años con tanta felicidad como recuerdo los veinte, y los diecinueve, y los dieciocho... Pero ya no están. Sé que los veintidós también será positivos, llenos de sonrisas como hasta ahora, de ilusiones por cumplir y de objetivos tachados en esa lista de sueños que todos escribimos mentalmente. Pero es inevitable echar la vista atrás y recordar, a la par de con una sonrisa, con nostalgia esos años que ya dejaste atrás hace más de una década... O de dos. Es inevitable, desear tener doce años y esperar en la puerta del colegio a que tu padre pare apenas cinco segundos el coche y te recoja con la mochila cargada de libros y la flauta de música. Libros de plástica, matemáticas, conocimiento del medio o valenciano, estuche de Mickey Mouse, la agenda llena de garabatos de tus amigos de clase... Cuántas noches he deseado y deseo sentirme niña, sentir la felicidad de forma diferente a la que optamos ahora mismo. La felicidad de la mano de la celebración del cumpleaños de tu mejor amiga en el que no faltaban bocadillos de jamón york y queso o los sándwiches de Nocilla, de días sin clase por un puente en el calendario, de días de deporte extraescolar, de meriendas en el parque, de cine animado en la sesión de tarde, de deberes terminados y lecciones aprendidas para el día siguiente, y de tantas otras pequeñas cosas... Rutinas de las que cada día teníamos queja y que ahora desearíamos poder volver a quejarnos. Cada noche que irrumpe esta nostalgia en mitad de mi sueño intento esquivarla. No porque quiera, me gusta creer que echo de menos mi infancia sin apenas darme cuenta. Si dedico demasiados minutos a esa nostalgia, el echar de menos se vuelve en mi contra y acabo echando de más, sintiendo una impotencia, una inquietud que no puedo saciarla por más que siga recordando años lejanos. Por ello, sonreír cuando veo las hojas de los árboles de Milán caer sobre las aceras me resulta inevitable. Nunca había visto el otoño en su acepción cinematográfica, y nunca lo había visto entremezclarse tan bien con el invierno. Sin una fecha concreta en la que dejar paso a la siguiente estación, al otoño le han acompañado lluvias, nubes y frío, mucho frío. Qué satisfacción resulta comprar ropa de verdadero invierno en España y poder darle uso en Milán. Gorros y bufandas cuanto menos llamativos, que llamarían la atención de viajeros en los metros de Barcelona, que desviarían miradas de peatones en las calles de Elche, o que desatarían comentarios de todo tipo en cualquier ciudad española. Los niños llevan guantes con los dedos de diferente color, gorritos de los que despuntan grandes bolas de lana, jerséis con bordados de los característicos adornos navideños a la altura del pecho, botas de agua multicolores que apenas llegan a la altura del gemelo. La navidad se acerca sigilosamente, desprendiendo aromas de castañas asadas, dulces algodones de azúcar y calentitos gofres con chocolate. 'Un año más, un año menos'.
Pero soy muy cabezona, y la idea de que el tiempo pasa vertiginosamente no es fácil de aparcar. Recuerdo los veintiún años con tanta felicidad como recuerdo los veinte, y los diecinueve, y los dieciocho... Pero ya no están. Sé que los veintidós también será positivos, llenos de sonrisas como hasta ahora, de ilusiones por cumplir y de objetivos tachados en esa lista de sueños que todos escribimos mentalmente. Pero es inevitable echar la vista atrás y recordar, a la par de con una sonrisa, con nostalgia esos años que ya dejaste atrás hace más de una década... O de dos. Es inevitable, desear tener doce años y esperar en la puerta del colegio a que tu padre pare apenas cinco segundos el coche y te recoja con la mochila cargada de libros y la flauta de música. Libros de plástica, matemáticas, conocimiento del medio o valenciano, estuche de Mickey Mouse, la agenda llena de garabatos de tus amigos de clase... Cuántas noches he deseado y deseo sentirme niña, sentir la felicidad de forma diferente a la que optamos ahora mismo. La felicidad de la mano de la celebración del cumpleaños de tu mejor amiga en el que no faltaban bocadillos de jamón york y queso o los sándwiches de Nocilla, de días sin clase por un puente en el calendario, de días de deporte extraescolar, de meriendas en el parque, de cine animado en la sesión de tarde, de deberes terminados y lecciones aprendidas para el día siguiente, y de tantas otras pequeñas cosas... Rutinas de las que cada día teníamos queja y que ahora desearíamos poder volver a quejarnos. Cada noche que irrumpe esta nostalgia en mitad de mi sueño intento esquivarla. No porque quiera, me gusta creer que echo de menos mi infancia sin apenas darme cuenta. Si dedico demasiados minutos a esa nostalgia, el echar de menos se vuelve en mi contra y acabo echando de más, sintiendo una impotencia, una inquietud que no puedo saciarla por más que siga recordando años lejanos. Por ello, sonreír cuando veo las hojas de los árboles de Milán caer sobre las aceras me resulta inevitable. Nunca había visto el otoño en su acepción cinematográfica, y nunca lo había visto entremezclarse tan bien con el invierno. Sin una fecha concreta en la que dejar paso a la siguiente estación, al otoño le han acompañado lluvias, nubes y frío, mucho frío. Qué satisfacción resulta comprar ropa de verdadero invierno en España y poder darle uso en Milán. Gorros y bufandas cuanto menos llamativos, que llamarían la atención de viajeros en los metros de Barcelona, que desviarían miradas de peatones en las calles de Elche, o que desatarían comentarios de todo tipo en cualquier ciudad española. Los niños llevan guantes con los dedos de diferente color, gorritos de los que despuntan grandes bolas de lana, jerséis con bordados de los característicos adornos navideños a la altura del pecho, botas de agua multicolores que apenas llegan a la altura del gemelo. La navidad se acerca sigilosamente, desprendiendo aromas de castañas asadas, dulces algodones de azúcar y calentitos gofres con chocolate. 'Un año más, un año menos'.
viernes, 4 de noviembre de 2011
Agua de otoño
Llueve. Y, según comentan amigos en Facebook, también por España está cayendo una manta de agua. Un tradicional día de lluvia de otoño en Elche, un común día de lluvia en Milán. Me gusta muchísimo la lluvia, los días como hoy, en los que acostumbro a tirar de sofá, película y manta. O al menos en casa, casa. Pero aquí no. En Milán si llueve, la película se convierte en el sustitutivo a un rato más de aburrimiento en casa. No entiendo cuál es el cambio, ése tan radical que ha trastocado las buenas sensaciones que me trasmitía la lluvia tras la ventana. Como hoy, la tarde de ayer fue, si no idéntica, muy similar, y tuve tiempo para indagar en busca de la respuesta. Encontré, entre momentos ociosos, aburridos y desesperantes, la palabra decepción. Puede que sea sólo pasajera, pero el caso es que, sin querer, me topé con ella. Decepción, al sentir que estoy en el lugar en el que siempre he sabido que pasaría una temporada y que, sin embargo, no se corresponde con las expectativas que rondaban alegres por mi cabeza. Sabía que era una ciudad grande, de triste cielo grisáceo, fría... Y aún así, la esperaba con una alegre sonrisa, desde casa. Desde allí, lugar seguro entre el calor de la familia, los juicios son endulzados en gran medida. Desde aquí, la ciudad de la moda resulta extraña. Me inquieta saber que, cantidades innumerables de tiendas, cafeterías, restaurantes, discotecas y demás, existen pero no sé ciertamente por dónde se esconden. Me desespera pensar en las distancias que separan las actividades diarias, cuando siempre he tenido especial cariño al metro, a ese cruce de miradas entre vagones cálidos, a esas historias personales inventadas por mi imaginación. No consigo dar con el culpable de esta sensación. Ahora, pensamientos sin control recorren las neuronas de mi cerebro, desembocando en los axones sin respuesta alguna. Un estado decadente que, sin embargo, siento necesario. Sentir las carencias de aquello que anhelo me produce una profunda satisfacción, un sentimiento de orgullo por todo lo que me rodea desde el tiempo al que alcanza mi memoria. Ello se traduce, en la distancia, en una actitud de valoración del más mínimo detalle en la vida milanesa. Cualquier gesto de complicidad entre las amistades, cualquier muestra de empatía de quienes me rodean, calman esas sensaciones tan desesperantes e inquietas que reproduce Milán. Por supuesto las más gratificantes llegan desde España. Viajan en forma de deseos por volver a ver, de recuerdos cotidianos, de sueños en los que aparecer, en flashes momentáneos, o pensamientos diarios de quienes tienen gran importancia en mi vida, en cualquiera de todas ellas. Sentirse querido es de las mejores sensaciones que consiguen dar los impulsos de fuerza que se necesitan en experiencias como ésta, en distancias como ésta.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)