'Ya ves, un año más, qué tontería es esa de que "se notan los años"...'
Pero soy muy cabezona, y la idea de que el tiempo pasa vertiginosamente no es fácil de aparcar. Recuerdo los veintiún años con tanta felicidad como recuerdo los veinte, y los diecinueve, y los dieciocho... Pero ya no están. Sé que los veintidós también será positivos, llenos de sonrisas como hasta ahora, de ilusiones por cumplir y de objetivos tachados en esa lista de sueños que todos escribimos mentalmente. Pero es inevitable echar la vista atrás y recordar, a la par de con una sonrisa, con nostalgia esos años que ya dejaste atrás hace más de una década... O de dos. Es inevitable, desear tener doce años y esperar en la puerta del colegio a que tu padre pare apenas cinco segundos el coche y te recoja con la mochila cargada de libros y la flauta de música. Libros de plástica, matemáticas, conocimiento del medio o valenciano, estuche de Mickey Mouse, la agenda llena de garabatos de tus amigos de clase... Cuántas noches he deseado y deseo sentirme niña, sentir la felicidad de forma diferente a la que optamos ahora mismo. La felicidad de la mano de la celebración del cumpleaños de tu mejor amiga en el que no faltaban bocadillos de jamón york y queso o los sándwiches de Nocilla, de días sin clase por un puente en el calendario, de días de deporte extraescolar, de meriendas en el parque, de cine animado en la sesión de tarde, de deberes terminados y lecciones aprendidas para el día siguiente, y de tantas otras pequeñas cosas... Rutinas de las que cada día teníamos queja y que ahora desearíamos poder volver a quejarnos. Cada noche que irrumpe esta nostalgia en mitad de mi sueño intento esquivarla. No porque quiera, me gusta creer que echo de menos mi infancia sin apenas darme cuenta. Si dedico demasiados minutos a esa nostalgia, el echar de menos se vuelve en mi contra y acabo echando de más, sintiendo una impotencia, una inquietud que no puedo saciarla por más que siga recordando años lejanos. Por ello, sonreír cuando veo las hojas de los árboles de Milán caer sobre las aceras me resulta inevitable. Nunca había visto el otoño en su acepción cinematográfica, y nunca lo había visto entremezclarse tan bien con el invierno. Sin una fecha concreta en la que dejar paso a la siguiente estación, al otoño le han acompañado lluvias, nubes y frío, mucho frío. Qué satisfacción resulta comprar ropa de verdadero invierno en España y poder darle uso en Milán. Gorros y bufandas cuanto menos llamativos, que llamarían la atención de viajeros en los metros de Barcelona, que desviarían miradas de peatones en las calles de Elche, o que desatarían comentarios de todo tipo en cualquier ciudad española. Los niños llevan guantes con los dedos de diferente color, gorritos de los que despuntan grandes bolas de lana, jerséis con bordados de los característicos adornos navideños a la altura del pecho, botas de agua multicolores que apenas llegan a la altura del gemelo. La navidad se acerca sigilosamente, desprendiendo aromas de castañas asadas, dulces algodones de azúcar y calentitos gofres con chocolate. 'Un año más, un año menos'.
buaa me ha encantado..sobretodo la parte de los gorritos...que cierto es todo ;)
ResponderEliminarJajaja, a que sí! Ojalá fuera nene pequeño para ponerme esas cositas tan monas ;)
ResponderEliminarGracias Rach! Nos leemos!:)
Genial. Como siempre.
ResponderEliminar