lunes, 26 de diciembre de 2011

Rojos y dorados

Se acercaba el día 22. No sabía porqué cientos de personas esperaban con ansia a que una inmensa esfera dorada lanzara una serie de números que traerían consigo descorches de champanes por la tele, euforia incontenida, lágrimas de felicidad. Para mí el 22 de diciembre era el día en que terminaba el colegio y comenzaban las vacaciones de Navidad, llegaban las notas que te daban un toque de atención en la parte de 'problemas' dentro de las Matemáticas, y esperaba con ilusión los regalos que había descrito, al detalle y hacía ya más de un mes, en mi carta a los Reyes Magos y a Papá Noel. En el cole, era el día en que venían los Reyes y sus pajes a traernos chuches, caramelos y chocolatinas a la clase, y que despertaba nuestra ilusión ya cuando los escuchábamos por los pasillos, entrando a las clases cercanas y armando tal revuelo entre los primeros niños afortunados que recibían los regalos antes que nosotros, que casi podíamos mantener el culo pegado a la silla. Recuerdo que solo me interesaban las pastillas de colores, que venían envueltas en plástico transparente, con forma de caramelo alargado... Me encantaban. Llegaba a casa y, esa misma tarde, mi madre ya se había encargado de bajar esa caja llena de luces enredadas, figuritas del Belén, bolas rojas y plateadas, guirnaldas doradas, angelitos y angelotes colgantes, mini cajas de regalos vacías, la estrella que rezaba un 'felicidades' en grandes letras con purpurina y, como no, el verde árbol. Ese abeto de plástico cada año más viejo, cada año más desnudo. Siempre nos ha acompañado las fiestas, y esa tarde tocaba emocionarse decorándolo. El sol iba cayendo y mi ilusión superaba a mi impaciencia cada vez que me topaba con un enredo entre los cables de las luces, me lo pasaba tan bien... Cada año el belén iba reduciendo su magnitud, el cauce del río por el que cruzaban Melchor, Gaspar y Baltasar cada año era más estrecho, hasta que la costumbre se afianzó en el portal del nacimiento, con la única y humilde compañía de una mula y un burro detrás de los bíblicos personajes protagonistas. Lo que nunca rebajó sus expectativas fueron los regalos, que, lejos de su valor económico, eran y son de un grandísimo valor sentimental. Ya podían ser unos simples calcetines los que contuviera el papel marcado por mi nombre, que la sonrisa se dibujaba igualmente. Incluso la sonrisa incómoda previa a la apertura de regalos, esa que sale sin darnos cuenta cuando a mi madre se le olvida que en casa ya no hay niños pequeños cuando grita que ya 'ha venido Papá Noel'. Y cómo me gustan esas sonrisas. Felices recuerdos y, así, felices fiestas.

domingo, 18 de diciembre de 2011

Tachando números en el calendario

El sol se compadece en este último domingo del 2011 en Milán. El día 22 estaré volando alto, tan alto, que me encontraré más arriba de las nubes, en donde puedes ver que los problemas quedan por debajo de mi cuerpo. Tan insignificantes... Sin embargo, no es la perspectiva lo que les empequeñece, sino que son nuestras aspiraciones las que los agranda. Soñamos con alcanzar no una, sino varias cimas, porque siempre queremos más. Por naturaleza, el hombre siempre quiere más. En cuanto el camino se hace más difícil, más fuerza cojo para seguir adelante, y no contemplo un límite en ese espíritu luchador. Ésta es la filosofía que, no solo he recibido de mis padres, sino que la he aprendido. Cualquiera de ellos debe sentirse orgulloso de que sus esfuerzos no cayeran en saco roto. Nos han cuidado con esfuerzo, y es éste el que marca mi forma día a día, y el que hace que todas las pequeñas cosas tengan para mí un sentido especial y me transmitan una ilusión particular. Es algo parecido a esa sensación que experimentamos cuando percibimos algo a través de unos de nuestros sentidos, y ello nos transmite otro sentimiento a través de otro sentido. Cuando paseo por el Duomo y huelo a castañas, el calor de la chimenea del campo me hace olvidar el frío milanés. Igual me pasa con los recuerdos... Cuando muerdo la manzana a media tarde, recuerdo la manzana que mi madre me acercaba en un platito, mientras estudiaba la lección de Lengua que al día siguiente me preguntarían en el cole. Cuando paseo de su mano, recuerdo la forma en la que mi padre me daba la mano, y que tan acostumbrada estoy a ella, que apenas puedo mantener treinta segundos dándole la mano de forma diferente. Tus dedos por delante, los míos entrelazados por detrás, para protegerme... Como lo hacía él. Y como todavía hoy sigue haciéndolo. Por estos pequeños detalles tengo tantas ganas de volver, a casa por Navidad, a casas por Navidad. Y es que, no solo tu verdadera casa es tu hogar, el hogar se encuentra allá donde sientas que tu corazón palpita.