viernes, 4 de noviembre de 2011

Agua de otoño

Llueve. Y, según comentan amigos en Facebook, también por España está cayendo una manta de agua. Un tradicional día de lluvia de otoño en Elche, un común día de lluvia en Milán. Me gusta muchísimo la lluvia, los días como hoy, en los que acostumbro a tirar de sofá, película y manta. O al menos en casa, casa. Pero aquí no. En Milán si llueve, la película se convierte en el sustitutivo a un rato más de aburrimiento en casa. No entiendo cuál es el cambio, ése tan radical que ha trastocado las buenas sensaciones que me trasmitía la lluvia tras la ventana. Como hoy, la tarde de ayer fue, si no idéntica, muy similar, y tuve tiempo para indagar en busca de la respuesta. Encontré, entre momentos ociosos, aburridos y desesperantes, la palabra decepción. Puede que sea sólo pasajera, pero el caso es que, sin querer, me topé con ella. Decepción, al sentir que estoy en el lugar en el que siempre he sabido que pasaría una temporada y que, sin embargo, no se corresponde con las expectativas que rondaban alegres por mi cabeza. Sabía que era una ciudad grande, de triste cielo grisáceo, fría... Y aún así, la esperaba con una alegre sonrisa, desde casa. Desde allí, lugar seguro entre el calor de la familia, los juicios son endulzados en gran medida. Desde aquí, la ciudad de la moda resulta extraña. Me inquieta saber que, cantidades innumerables de tiendas, cafeterías, restaurantes, discotecas y demás, existen pero no sé ciertamente por dónde se esconden. Me desespera pensar en las distancias que separan las actividades diarias, cuando siempre he tenido especial cariño al metro, a ese cruce de miradas entre vagones cálidos, a esas historias personales inventadas por mi imaginación. No consigo dar con el culpable de esta sensación. Ahora, pensamientos sin control recorren las neuronas de mi cerebro, desembocando en los axones sin respuesta alguna. Un estado decadente que, sin embargo, siento necesario. Sentir las carencias de aquello que anhelo me produce una profunda satisfacción, un sentimiento de orgullo por todo lo que me rodea desde el tiempo al que alcanza mi memoria. Ello se traduce, en la distancia, en una actitud de valoración del más mínimo detalle en la vida milanesa. Cualquier gesto de complicidad entre las amistades, cualquier muestra de empatía de quienes me rodean, calman esas sensaciones tan desesperantes e inquietas que reproduce Milán. Por supuesto las más gratificantes llegan desde España. Viajan en forma de deseos por volver a ver, de recuerdos cotidianos, de sueños en los que aparecer, en flashes momentáneos, o pensamientos diarios de quienes tienen gran importancia en mi vida, en cualquiera de todas ellas. Sentirse querido es de las mejores sensaciones que consiguen dar los impulsos de fuerza que se necesitan en experiencias como ésta, en distancias como ésta.

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